Entraste al bar esa mañana preguntando por mí y cuando te señalaron el lugar en la barra en que me encontraba miraste con sorpresa e incredulidad. Giraste y te marchaste, apostaría que aterrorizada y creyendo que era una broma de los parroquianos.
Horas más tarde golpeaste la puerta de mi casa, al abrir, nuevamente vi la expresión de desconfianza en tu rostro y un libro mío en tus manos. Te costó aceptar que de este ser despreciable, a tu juicio, salieran esos versos que amabas hasta el punto de salir a buscarme. Casi tartamudeando dijiste venir de la ciudad, que eras poeta y que llegaste hasta aquí con la idea de estudiar conmigo, “de aprender mi arte” así lo dijiste.
Yo acepté leer los escritos que traías en la libreta rosa, y tú, tomar un té en mis tazas de loza cascada. Conjugabas la soberbia del cuerpo joven y la vanidad del que ha escrito un mal poema (y ni siquiera lo sabe). Tus letras estaban plagadas de tecnicismo y carentes de vida..
Previo arreglo económico, de un dinero que no necesito pero que me pareció justo cobrar, acordé trabajar contigo.
Durante los días siguientes la charla se hizo fluida, pero cargada de preconceptos por tu parte, ideas fijas y estrechas. Y como soy hombre de hablar claro, no tardaron en aparecer diferencias. Rápidamente comprendí que te revolvías en aristas seudo intelectuales, de niña rica, de gente pobre y vacía que temen a la vida, a los sentimientos, a las pasiones.
Esperabas de mí que corrigiera tu léxico o tu sintaxis, que habláramos del uso de sinónimos, antónimos, preposiciones; sin embargo, durante esa semana te llevé muy temprano a la puerta de la escuela, a que vieras llegar descalzos y sucios a los hijos del pueblo. Subimos al monte a ver a Doña Rosalía, la matrona mano santa que aprendió de su abuela, a muy temprana edad, el arte de sacar los chiquillos de entre las piernas de sus madres, a curar lombrices y muchos otros males. Te presenté a la rubia platino del vestido ajustado que vive en la última fila de casas y que continúa el oficio de su madre.
Te conté que he compartido con gente pobre, verdaderamente pobre, con ropas remendadas plagadas de exquisitas vivencias. Te expliqué que se sienta en mi mesa gente honesta y otros no tanto, poetas, pintores, ladrones, estafadores, borrachos, homosexuales y drogadictos, que apuro mi ron, el tabaco y la vida entregado a la pasión de vivir pasiones. Pero tú de eso no sabes nada ¿verdad?
La última mañana la pasamos viendo a los jornaleros descargar un barco en el muelle y te marchaste ofendida cuando te dije que la puta barata del puerto que me abrazó durante toda la noche, sabe de la vida más que tú y tu círculo de poetas mediocres.
No pude hacerte entender que la vida está en la calle de noche y de día, mientras tú continuas encerrada entre libros y recuerdos ya lejanos creyendo que estás viva.
Seguirás repitiendo la matemática diaria, con tu café con leche, tus dos tostadas y la aburrida ensalada de cada mediodía. Seguirás acostándote a las ocho con tu pijama de invierno o de verano, según lo diga el señor del tiempo en las noticias de la mañana.
Fracasé. Te mostré mis mejores fuentes de inspiración pero tú no viste poesía en ellos.
“Qué yo he ganado” me gritas alejándote, claro que sí, pero desde el primer verso.
Tú nada puedes decir porque las almas muertas no hablan.
Y ahora márchate.
Otros colegas de bar y pasiones:
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