Suavemente bajan las luces de escena. Tras un breve silencio cargado, estalla la ovación. Una noche más el público de pie y su alma de rodillas. Una ducha rápida y en la calle el encuentro con colegas que felicitan con palabras huecas y frases hechas que ya no confunden. Palmadas en la espalda de amigos de barra y un último autógrafo a la señora gorda cuyo nombre no comprende.
“Arenales 1512” dice al taxista bajando la cabeza en un intento de mantener su anonimato. El ruidoso ascensor lo deja en la planta cinco y al abrir la puerta de su piso comprueba dolorosamente que la taza de café y el cenicero siguen donde él los dejó por la tarde, como no podía ser de otro modo.
Luego de ponerse una ropa cómoda para estar en casa y de colgar cuidadosamente la chaqueta y el pantalón, echa una mirada al espejo y comprueba que ya no tiene la grandeza del rey ni lo acompaña su corte; piensa en la soledad de Creonte.
Se dirige al mueble bar y elige la dama que lo acompañará esta noche.
En el fondo de la copa se alejan los textos recién aprendidos y dan paso a antiguos aplausos evocados desde la juventud.
¡Oh! ¡Si esta demasiado sólida masa de carne pudiera ablandarse y liquidarse, disuelta en lluvia de lágrimas! ¡O el Todopoderoso no asestara el cañón contra el homicida de sí mismo! ¡Oh! ¡Dios! ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Cuán fatigado ya de todo, juzgo molestos, insípidos y vanos los placeres del mundo! Nada, nada quiero de él, es un campo inculto y rudo, que sólo abunda en frutos groseros y amargos.
“Odio a Hamlet... marica malcriado cuya cobardía se parece a la mía”. Permaneció en silencio sintiendo como el líquido ambarino subía del estómago a la cabeza. Dejó caer la púa sobre un disco de su colección. Sintió que la grandeza de Bartók resaltaba la nadería de su ser.
¡Ah! no quisiera pensar en esto. ¡Fragilidad! ¡Tú tienes nombre de mujer!
Con el desequilibrio que da el final de la botella llegó hasta el dormitorio y cogió, del segundo cajón, las fotos envueltas en papel seda. Torpemente eligió otra botella del bar y se sentó a vaciarla mientras como naipes que el azar no favoreció, pasaba su ayer de una mano a la otra. Alzó la vista en dirección a la puerta y la vio partir una vez más, fría y orgullosa. En un sollozo masticó las palabras con el amor del odio.
¡Muerte y vida!
Me avergüenzo de que aún tengas el poder de conmover mi alma a tal extremo, haciéndome verter a pesar mío, ardientes lágrimas. ¡Caigan sobre ti la peste y todas las plagas! ¡atraviésente y desgárrente los incurables dardos de la maldición!
¡Ojos míos, demasiado insensatos y tiernos! ¡si aún sois capaces de dar paso al lloro, os arranco sin piedad! ¡ah! ¿a tal punto han llegado las cosas? ¡Pues bien, sea!
Observó el retrato más bonito de Isabel, su Julieta. Recordó noches envueltas en sábanas cargadas de deseo, tardes de caricias amables y poemas. Tambaleante declama con pasión mientras sale al balcón.
Se ríe de las heridas quien no las ha sufrido.
Pero, alto. ¿Qué luz alumbra esa ventana?
Es el oriente, y Julieta, el sol.
Sal, bello sol, y mata a la luna envidiosa,
que está enferma y pálida de pena
porque tú, que la sirves,
eres más hermoso.
¡Ah, es mi dama, es mi amor!
¡Ojalá lo supiera!
Mueve los labios, mas no habla. No importa:
hablan sus ojos; voy a responderles.
Dos de las estrellas más hermosas del cielo
tenían que ausentarse y han rogado a sus ojos
que brillen en su puesto hasta que vuelvan.
¿Y si ojos se cambiasen con estrellas?
El fulgor de su mejilla les haría avergonzarse,
como la luz del día a una lámpara; y sus ojos
lucirían en el cielo tan brillantes
que, al no haber noche, cantarían las aves.
Se asomó por la barandilla del balcón esperando ver a su Julieta retornada en el portal y vociferó hacia la calle vacía...
¡Oh! Tú, abominable seno, vientre de muerte, repleto del más exquisito bocado de la tierra, de este modo haré que se abran tus pútridas quijadas; te sobrellenaré a la fuerza de más alimento.
Se estiró sobre la barandilla un poco más y murmuró:“Al llegar arriba no hay paraíso, sólo te espera la caída” Se compadeció de Ícaro.
El golpeteo de la púa en el final del disco indicaba, desde hacía rato, que “El príncipe de madera” se había acabado.